La triste compañía de la soledad
Muchas veces no somos conscientes de quiénes nos rodean; de sus emociones, sus sentimientos, sus pensamientos y sus vivencias. Nos ceñimos única y exclusivamente a lo que nos cuentan, sin preocuparnos más allá de lo justo y necesario.
La respuesta sencilla a un “¿qué tal?” siempre es decir “bien”, aunque en realidad todo vaya mal. Intentamos aparentar ser fuertes e inquebrantables ante aquellos que nos quieren por miedo a hacerles daño si les contamos cómo de verdad nos sentimos.
Durante mis años trabajando con pacientes de tercera edad he podido comprobar cómo de recurrente y común son este tipo de situaciones cuando se enfrentan a una pregunta incómoda. Es difícil discernir entre conocer si es por esa fobia a generar dolor o si es simplemente por no querer autogenerárselo al volver a pensarlo, haciéndolo cada vez más consciente. Evadirlo es el mecanismo que aprendemos de forma automática para proteger a nuestra cabeza y, metafóricamente hablando, a nuestro corazón.
Depresión. Solo con pensarlo ya nos tiembla el cuerpo. Es triste saber cómo muchísima gente identifica que sus estados de tristeza, sus duelos y su pena son una depresión. Debemos concebirlo única y exclusivamente como el trastorno y enfermedad (sí, enfermedad) que es. No todo es blanco y negro, si estoy apagado y no tengo ganas de moverme de la cama porque me han reñido en el trabajo o porque mi mejor amigo no me habla no tengo una depresión. Si seguimos añadiéndole un valor erróneo al concepto le estamos quitando ese mismo valor a todas aquellas personas que lo sufren de verdad.
Como psicólogo de formación, me siento realmente feliz de ver cómo poco a poco se intenta concienciar a la gente sobre todo tipo de problemas mentales/emocionales. Se le da forma y color a una serie de realidades que antes carecían de importancia, relacionándolo innegociablemente con debilidad. “Anímate mujer, que no es para tanto”. “Tranquilo, que el tiempo todo lo cura”.
Ahí radica el problema principal. Nuestros padres, madres, abuelos y abuelas han crecido inmersos en un mundo social que rechazaba la posibilidad de expresar sus emociones, abrirse en canal frente al prójimo. Se tildaba constantemente de flojo al hombre que lloraba, así como de mujer a aquella mujer que lo hacía (lo cual es una aberración se mire desde donde se mire). Las nuevas generaciones han aprendido (o están en el proceso) la importancia de entender al de nuestro lado, de ponerse en la piel del otro. De desarrollar ese precioso constructo llamado “empatía”.
Desgraciadamente cambiar la mentalidad de nuestros progenitores, la cual se ha forjado durante tantos años, es prácticamente imposible. Más cuando el problema supera a la realidad. Si antes nos costaba explicar por qué estamos como estamos, imaginaos afrontando algo que te impide identificarte incluso a ti mismo, despersonalizándote, impidiéndote avanzar y pelear por algo que ha perdido completamente su valor: la vida.
Ahora pensad lo que supone para una persona mayor que sufre depresión y además está solo. Según datos del INE, en 2020 se analizó que algo más de 2 millones de personas en España mayores de 65 años vivían solos. Más de 2 millones. Por otro lado, según otros estudios poblacionales del INE, se sabe que aproximadamente un 5,4% de la población sufre algún trastorno depresivo.
Si sumamos ambos estudios, nos damos cuenta de que en España hay aproximadamente más de 110.000 personas mayores de 65 años que sufren solas un trastorno emocional tan severo como es la depresión (o alguna de sus variantes, las cuales reducen su sintomatología, pero no su presencia). Hablamos de una situación que afecta a 1 de cada 100 personas, incidencia (aprovechando el tirón que supone este concepto por el momento presente) tremendamente elevada.
Ahora os pregunto, ¿cuántas personas de vuestro entorno que cumplen estas características os ha confirmado y dicho “tengo depresión”? Pocas o incluso, ninguna. Podemos pensar que están tristes, apáticas o que “empiezan a estar mal de la cabeza, se hacen mayores”. Ellos no le dan la importancia que se merece, y acumulan ese maldito dolor que no se cura con pastillas ni tiritas. A nosotros nos vale con la creencia de que “ya se le pasará”, hasta que la situación se vuelve irreversible.
La soledad nunca es buena compañía cuando la cabeza no para de dar vueltas. En muchas ocasiones es prácticamente imposible cambiar la situación, no se puede hipotecar una vida por la de los demás cuando la nuestra está tan o más convulsa. Pero un gesto o un detalle pueden paliarlo. Estar más pendientes de nuestros mayores (los cuales nos han querido, cuidado y enseñado sin pedir nada a cambio) puede suponer evitar que el final de una vida, que en muchas ocasiones no ha sido todo lo bonita que debería haberlo sido, sea un infierno del cual queremos salir.
Apoyadles, necesitan saber que no están aislados del mundo. Pero no solo con palabras escritas en una barra de hielo al sol. Ser y estar.
Enrique Laporta
Psicólogo y Director del centro de día Santa Isabel (Villa Saluten)
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